El sol del mediodía caía a plomo sobre las crestas ocres de Bílbilis, dorando las ruinas que se extendían bajo mis pies. El cierzo, ese viento incesante del Ebro, silbaba entre los restos de muros y columnas, un murmullo que, con un poco de imaginación, parecía traer ecos de voces milenarias.
Me llamo Fernando y, desde que era un niño, la historia de Augusta Bílbilis me ha cautivado. No solo por su imponente emplazamiento en lo alto de la colina de Bámbola, dominando el valle del Jalón, sino por lo que representó: una próspera ciudad romana, cuna de uno de los poetas más satíricos y mordaces de la antigüedad, Marco Valerio Marcial.
Hoy, mi misión era diferente. Como apasionado de la Arqueología, había pasado años intentando desenmascarar los secretos de Bílbilis: los cimientos del foro, los restos del teatro, las termas que alguna vez burbujearon con agua caliente y risas. Pero hoy, buscaba una conexión más íntima, algo que me transportara al pulso de la vida cotidiana de sus habitantes.
Caminé por lo que un día fue el cardo maximus, imaginando a los legionarios marchando con sus armaduras relucientes, a los comerciantes pregonando sus mercancías, a los ciudadanos discutiendo los últimos edictos del emperador. Mis dedos se deslizaron sobre una piedra tallada, lisa y gastada por el paso de innumerables pies. ¿Cuántas vidas habían cruzado este mismo punto?
Me detuve en el teatro, el corazón palpitante de la vida social. El escenario, ahora cubierto de hierba, había sido testigo de tragedias y comedias, de discursos grandilocuentes y de la algarabía de la multitud. Cerré los ojos e intenté visualizarlo: los togas de colores, los murmullos expectantes, el eco de una voz recitando los versos de Marcial, quizá criticando las vanidades de Roma o el tedio de la vida provinciana.
Marcial... siempre volví a él. Sus epigramas, mordaces y a menudo hilarantes, me ofrecían una ventana a la Bílbilis de su tiempo. Hablaba de la tranquilidad de su ciudad natal, de la dureza del invierno y del placer de un buen vino local. Imaginé al joven Marcial deambulando por estas mismas calles, observando a sus conciudadanos, forjando en su mente las agudas observaciones que lo harían famoso. ¿Se sentiría a veces atrapado en este rincón del imperio, o encontraría inspiración en la vida sencilla y auténtica de Bílbilis?
El sol comenzó a declinar, tiñendo el cielo de naranja y púrpura. El cierzo, lejos de amainar, parecía intensificarse, su susurro ahora más pronunciado. Me senté en las gradas del teatro, el viento acariciando mi rostro. En ese instante, algo cambió. El murmullo del viento se transformó en un coro de voces lejanas, un coro que no era de este tiempo. Pude percibir fragmentos: el graznido de un pregonero, el tintineo de una moneda, el llanto de un niño, el canto de un juglar. Sentí el pulso de la ciudad, no como una imagen distante, sino como una realidad palpable.
Un olor tenue a incienso y a tierra mojada flotó en el aire, seguido de la dulce fragancia de alguna flor silvestre que había resistido el paso del tiempo. Vi sombras moverse entre las ruinas, figuras etéreas que, por un breve instante, parecieron recuperar su forma. Un anciano con toga paseaba pensativo, una mujer regateaba en el mercado, un niño jugaba con una pelota de tela.
Fue un instante fugaz, apenas un pestañeo, pero fue suficiente. La historia de Bílbilis no era solo una serie de datos y estructuras. Era la suma de innumerables vidas, de sueños y frustraciones, de amores y desamores. Y ese día, bajo el sol poniente y el susurro incansable del cierzo, Bílbilis me había permitido vislumbrar su alma.
Me levanté, el corazón lleno de una emoción indescriptible. Las ruinas ya no eran solo piedras. Eran el testimonio silencioso de una vida que, aunque milenios atrás, había latido con la misma intensidad que la nuestra. Y el cierzo, ese eterno narrador, seguiría contando su historia a todo aquel que estuviera dispuesto a escuchar. Bílbilis, Augusta Bílbilis, seguía viva en su memoria, en sus ruinas y en el viento que la abrazaba.