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El Réquiem Dorado



Aún no es el alba en esta tierra olvidada por el tiempo, y el silencio es una materia tan profunda que parece tener peso, un manto oscuro que se aferra a los valles y a las laderas. Aquí, en el corazón de la España vaciada, la noche no muere; se desvanece en un suspiro largo y melancólico.

Entonces, como el primer verso de un poema antiguo, una hebra cárdena y violeta desgarra el velo oriental del cielo. No es una explosión de júbilo, sino un aliento tímido, una luz que parece pedir permiso para posarse sobre un mundo sagrado y dormido.

El primer rayo, como una caricia de oro líquido, no busca rostros en las ventanas, pues ya no queda nadie que espere su llegada. En su lugar, corona la espadaña de la ermita, mudo testigo de plegarias y bautizos que solo el viento recuerda. Le rinde honores al campanario huérfano antes de descender, con una ternura infinita, por la ladera del pueblo.

La luz se convierte en un amante de las ruinas. Se derrama sobre los tejados vencidos, filtrándose por las vigas que se rinden al cielo. Se atreve a mirar a través de las cuencas vacías de las ventanas, donde antaño el humo de los hogares dibujaba historias, y ahora solo habita el eco. No ilumina la vida, sino que oficia un réquiem solemne por ella, transformando la hiedra que devora la piedra en una esmeralda y el polvo del camino en un sendero de oro.

Por un instante sublime, el pueblo no parece muerto, sino encantado en un sueño trágico y eterno. El sol no trae el fragor de un nuevo día, sino la certeza de que la belleza más desgarradora es aquella que florece sobre la ausencia. Es el amanecer de la memoria, un espectáculo grandioso y solitario para el alma que se ha atrevido a velar junto a los fantasmas de la tierra.

Relatos en Trasmoz


El viento aullaba alrededor de las almenas desdentadas del Castillo de Trasmoz, un lamento ancestral que parecía arrastrar ecos de tiempos pasados. Bajo la luna menguante que apenas iluminaba el Moncayo, el perfil oscuro de la fortaleza se recortaba contra el cielo plomizo, un vigía pétreo de secretos inconfesables y leyendas susurradas al calor de la lumbre. Trasmoz, el pueblo maldito, dormía inquieto a los pies de su castillo.

Dicen que la desgracia se cernió sobre Trasmoz hace siglos, no por la espada ni la peste, sino por la sombra alargada de la hechicería. Se cuenta que en los subterráneos del castillo, donde las piedras exudaban un frío antinatural, se reunían en conciliábulo aquellas que dominaban las artes oscuras. No las viejas de cuento con verrugas y escobas voladoras, sino mujeres de mirada penetrante y saberes proscritos, conocedoras de las hierbas venenosas y los conjuros que torcían voluntades y secaban cosechas.

Una de ellas era la Tía Casca, cuyo nombre infundía un respeto teñido de terror en toda la comarca. No vivía en el castillo, sino en una humilde morada en el pueblo, pero su influencia llegaba hasta sus muros. Se decía que susurrando extrañas letanías al anochecer, era capaz de hacer sonar las cadenas que supuestamente guardaban alquimistas buscando el oro, solo para ahuyentar a los curiosos. O que con un simple gesto de sus manos nudosas, agriaba la leche y traía el mal de ojo al ganado.

La relación entre las brujas y el castillo era ambigua. Algunos aseguraban que la fortaleza, levantada en una noche por un mago moro según la leyenda, atraía a estas mujeres con su propia energía arcana. Otros, más pragmáticos, decían que los señores del castillo, inmersos en disputas con el cercano monasterio de Veruela por las aguas y las tierras, alentaban los rumores de brujería para mantener alejados a sus enemigos y justificar su comportamiento indómito.

Fuese cual fuese la verdad, el miedo era real. Los ruidos extraños que emanaban del castillo, ya fueran las supuestas cadenas o el martilleo de los falsificadores de moneda que allí se escondían, eran atribuidos a los aquelarres. Los infortunios que azotaban al pueblo, desde una sequía pertinaz hasta la enfermedad de un niño, eran señalados como obra de las hechiceras.

La tensión alcanzó su punto álgido cuando el abad de Veruela, harto de las afrentas y quizás temeroso del poder que emanaba de Trasmoz y susurros de brujería, lanzó la terrible excomunión sobre todo el pueblo. Las campanas callaron, las puertas de la iglesia se cerraron, y Trasmoz quedó solo, marcado y repudiado.

Se cuenta que esa noche, las brujas se reunieron en el patio de armas del castillo, bajo la luna menguante. La Tía Casca, con su voz rasposa como el viento en las rocas, no entonó lamentaciones, sino un desafío. No negarían lo que eran, no se someterían a quienes las despreciaban. Si Trasmoz era el pueblo maldito, ellas serían sus guardianas en la sombra.

Desde entonces, la leyenda creció. Se decía que en noches de tormenta, las siluetas de las brujas danzaban en lo alto de la torre del homenaje. Que sus risas se confundían con el ulular del viento. Que el castillo, más que refugio, se convirtió en el corazón de su poder, un nido de energías telúricas y conocimientos ancestrales.

Aunque los siglos pasaron, el castillo cayó en ruinas y los ecos de la excomunión perduraron, la presencia de las brujas nunca abandonó Trasmoz. Se dice que aún hoy, en la Feria de la Brujería y las Plantas Medicinales que se celebra cada año, uno puede sentir una extraña vibración en el aire, una conexión con aquellas mujeres que desafiaron la norma y se refugiaron en la penumbra del castillo. Y que, si te atreves a acercarte a sus muros en la noche adecuada, el viento aún te traerá el susurro de conjuros olvidados y el eco lejano de unas cadenas que quizás, solo quizás, no eran de este mundo.