El Réquiem Dorado



Aún no es el alba en esta tierra olvidada por el tiempo, y el silencio es una materia tan profunda que parece tener peso, un manto oscuro que se aferra a los valles y a las laderas. Aquí, en el corazón de la España vaciada, la noche no muere; se desvanece en un suspiro largo y melancólico.

Entonces, como el primer verso de un poema antiguo, una hebra cárdena y violeta desgarra el velo oriental del cielo. No es una explosión de júbilo, sino un aliento tímido, una luz que parece pedir permiso para posarse sobre un mundo sagrado y dormido.

El primer rayo, como una caricia de oro líquido, no busca rostros en las ventanas, pues ya no queda nadie que espere su llegada. En su lugar, corona la espadaña de la ermita, mudo testigo de plegarias y bautizos que solo el viento recuerda. Le rinde honores al campanario huérfano antes de descender, con una ternura infinita, por la ladera del pueblo.

La luz se convierte en un amante de las ruinas. Se derrama sobre los tejados vencidos, filtrándose por las vigas que se rinden al cielo. Se atreve a mirar a través de las cuencas vacías de las ventanas, donde antaño el humo de los hogares dibujaba historias, y ahora solo habita el eco. No ilumina la vida, sino que oficia un réquiem solemne por ella, transformando la hiedra que devora la piedra en una esmeralda y el polvo del camino en un sendero de oro.

Por un instante sublime, el pueblo no parece muerto, sino encantado en un sueño trágico y eterno. El sol no trae el fragor de un nuevo día, sino la certeza de que la belleza más desgarradora es aquella que florece sobre la ausencia. Es el amanecer de la memoria, un espectáculo grandioso y solitario para el alma que se ha atrevido a velar junto a los fantasmas de la tierra.