Las noches en el Castillo de Ayyub


Las noches en el Castillo de Ayyub no son para los débiles de corazón. Una vez que el sol se sumerge  tras los picos escarpados de la Sierra de Armantes, tiñendo el cielo de púrpura y naranja antes de ceder a la oscuridad total, el castillo despierta con una vida diferente, una que las horas diurnas ocultan.

Durante el día, el castillo del Emir Ayyub ibn Aviv Lajmi es  una fortaleza imponente, sus muros brillando bajo el sol aragonés, un testimonio silencioso de siglos de historia. Pero al caer la noche, las sombras se alargan, distorsionando las torres y almenas en formas fantasmales. El viento, que durante el día susurra a través de los patios, se convierte en un aullido lúgubre que se cuela por cada rendija, haciendo que sus viejos muros crujan y giman como si lamentaran un pasado olvidado.

En el gran patio central, donde de día los halcones vuelan en círculos, por la noche el silencio es casi palpable, solo roto por el batir de alas de algún búho solitario o el lejano ladrido de un perro en el barrio de la Morería de Calatayud. Las antorchas, si es que se encienden, proyectan luces danzantes que hacen que las torres esculpidas parezcan cobrar vida, sus ojos de piedra fijos en un punto invisible en la oscuridad.

Se dice que los antiguos moradores del castillo, desde los califas almohades hasta los caballeros cristianos que lo conquistaron, aún vagan por sus estancias. Los guardias nocturnos, hombres curtidos por años de servicio, evitan las alas más antiguas y decrépitas. Cuentan historias de pasos que se escuchan en galerías vacías, de lamentos ahogados que vienen de las mazmorras e incluso de una luz tenue que a veces parpadea en la torre más alta, la misma donde, según la leyenda, una princesa morisca se arrojó al vacío por amor.

Las cocinas, que de día rebosaban con el bullicio de los cocineros, se transforman en un lugar de ecos. El tintineo de cacerolas que nadie tocaba, el olor a especias que ya no existen, y el frío inexplicable que se adhiere a la piel, hacen que cualquier visitante se persigne antes de cruzar su umbral en la oscuridad.

Pero quizás lo más inquietante de las noches en el Castillo de Ayyub es la sensación de ser observado. No por ojos humanos, sino por algo más antiguo, más profundo. La piedra misma parece respirar, los muros resonar con historias no contadas, y el aire cargarse de una energía que hace erizar el vello de la nuca. Es una majestuosidad teñida de melancolía, un recuerdo constante de la transitoriedad de la vida y el eterno misterio de lo que yace más allá del velo de la realidad.

Al amanecer, cuando los primeros rayos del sol pinta  de oro la Sierra Vicort y el rocío brilla en la torre Albarrana, el Castillo de Ayyub vuelve a ser una fortaleza imponente. Pero aquellos que habían pasado la noche dentro de sus muros sabían que la oscuridad ocultaba secretos y susurros que solo la noche podía revelar.

(Fotografía: Fernando Navarro Henar)