La sombra de la duda


La sombra de la duda se alarga como un crepúsculo eterno, un manto frío que envuelve el alma y oscurece la claridad del pensamiento. No es una presencia tangible, sino una sensación viscosa que se adhiere a la piel, un susurro constante que mina la confianza y siembra la semilla de la incertidumbre.

Se manifiesta de mil formas, como un eco lejano que cuestiona nuestras decisiones, como un velo que distorsiona la realidad y nos hace dudar de nuestras propias percepciones. A veces, adopta la forma de un espejo empañado que refleja una imagen distorsionada de nosotros mismos, resaltando nuestras inseguridades y magnificando nuestros errores.

La duda se alimenta de la inseguridad, del miedo a lo desconocido, de la fragilidad de la condición humana. Nos acecha en los momentos de vulnerabilidad, cuando nos enfrentamos a decisiones trascendentales o nos aventuramos en territorios inexplorados. Nos susurra al oído, cuestionando nuestras capacidades, sembrando la discordia entre nuestros deseos y nuestras acciones.

Pero la duda no es necesariamente un enemigo. Puede ser una aliada silenciosa que nos impulsa a la reflexión, que nos obliga a cuestionar nuestras certezas y a buscar respuestas más allá de lo evidente. Nos invita a explorar las sombras, a desentrañar los misterios que yacen ocultos en nuestro interior.

A veces, la duda se convierte en un laberinto sin salida, un laberinto de pensamientos circulares que nos atrapa en un bucle de indecisión. Pero en otras ocasiones, nos guía hacia la sabiduría, hacia la comprensión profunda de nosotros mismos y del mundo que nos rodea.

La sombra de la duda es un recordatorio de nuestra humanidad, de nuestra capacidad para cuestionar, para explorar, para aprender. Es un recordatorio de que la certeza absoluta es una ilusión, y que la verdadera sabiduría reside en la capacidad de vivir con la incertidumbre, de aceptar la ambigüedad y de encontrar la luz en medio de la oscuridad.